Evangelio del día: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo». Jn6,44-51

Efecto Acogida — superar la Globalización de la Indiferencia

El Servicio Diocesano del Laicado junto con la Delegación Diocesana de Migraciones, queremos llamar vuestra atención sobre la iniciativa Efecto Acogida.
Este es un pequeño resumen del comunicado que han escrito con el tema de refugiados y migrantes. Puedes leer y firmar el manifiesto completoen el sitio efectoacogida.org

Efecto Acogida es una iniciativa de un grupo de católicos de distintas procedencias y sensibilidades que quieren hacer llegar a la Iglesia y a la Sociedad su reflexión sobre la realidad que viven en todo el mundo los emigrantes y refugiados y que en estos momentos se torna en dramática, ante la situación que viven miles de seres humanos a las puertas de Europa.
Una reflexión que queremos pueda ser compartida, conocida y rezada. Una pequeña contribución que ayude a superar la “Globalización de la Indiferencia” que el Papa Francisco señala como uno de nuestros principales males.

Efecto Acogida no tiene otra pretensión que llamar a las conciencias de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, creyentes y no creyentes… y llamar a la implicación en las movilizaciones que distintas Entidades y Organizaciones de la Sociedad Civil están realizando de cara a presionar a los Gobiernos. El drama que estamos viviendo pone en cuestión la humanidad de nuestra Sociedad. Los seres humanos necesitan, necesitamos, otras respuestas.

EfectoAcogida“Tengo frío”… Si esta frase saliera de la boca de uno de nuestros niños, cualquiera de nosotros reaccionaría con rapidez y trataría de mitigar el frío. A buen seguro, pronto aparecería una manta, un lugar caliente, un hogar… “Tengo mucho frío”… Con toda seguridad esta frase está saliendo ahora mismo de la boca de cientos de niños, jóvenes, adultos y ancianos que huyen de la guerra, de la miseria y de la persecución… y que se agolpan a las puertas de Europa malviviendo y malmuriendo ante nuestros ojos.

A diario nos llegan noticias similares y, como anestesiados, cada vez nos llaman menos la atención: gente que muere de frío a las puertas de Europa, cadáveres que aparecen en las playas, cifras de “desaparecidos”.

Las guerras, los desastres naturales, el hambre, la violencia y el terrorismo explican los movimientos migratorios de cientos de miles de personas que desde África, Centroamérica, Oriente Medio, Asia se desplazan en busca de seguridad. En este mundo globalizado, los migrantes y refugiados son personas sin derechos. Mientras los capitales, las nuevas tecnologías, la información y los mercados son hoy transnacionales, los Derechos Humanos no lo son. Y menos, los de las personas migrantes por razones económicas o políticas, que si alguna vez los tuvieron, dejan de ser efectivos cuando abandonan sus países de origen.

Tenemos la oportunidad de globalizar la libertad, la sanidad, la educación, los Derechos Humanos, la justicia social… pero no lo estamos haciendo. Y en consecuencia, en nuestra acomodada sociedad —infectada por el virus de la “enfermedad del mientras a mi no me toque”— se han globalizado la “indiferencia” y el “miedo” hasta conseguir blindarnos ante el dolor ajeno.

¿Qué hacer?

Como católicos, nuestra fe nos llama a comprometernos políticamente y a mirar de frente el drama que padecen hermanos nuestros. Porque todos estos desnudos a los que no vestimos, hambrientos a los que no damos de comer, sin casa a los que no alojamos, perseguidos a los que no socorremos… a las puertas de Europa… son hermanos nuestros independientemente de su procedencia, circunstancias o creencias religiosas.

Como cristianos que creemos en el valor sagrado de cada vida humana no podemos guardar silencio ante la injusta situación en la que hoy se encuentran miles de nuestros hermanos. En este mundo, herido por el virus de la indiferencia, todos los católicos «estamos llamados a dar consuelo a cada hombre y a cada mujer de nuestro tiempo»[1]. Esta llamada no es algo opcional, pues las mismas palabras de Jesús así nos lo exigen: «Sed misericordiosos, como el Padre vuestro es misericordioso» (Lc 6, 36). Y no es una llamada que se agote en el tiempo. Es una llamada permanente, pues «el carácter social de la misericordia obliga a no quedarse inmóviles y a desterrar la indiferencia y la hipocresía (…) para que la justicia y una vida digna no sean solo palabras bonitas, sino que constituyan el compromiso concreto de todo el que quiere testimoniar la presencia del reino de Dios»[2]. Las Obras de Misericordia son, ante el drama de los que tienen frío, el mejor antídoto… para sus males y para los nuestros: dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos…

El primer paso debe ser tomar conciencia de la gravedad del problema desde los derechos más fundamentales: a la vida, al trabajo, a la vivienda, a la libertad.

El valor sagrado e inviolable de toda vida humana exige que las personas podamos vivir en condiciones materiales y espirituales acordes con nuestra dignidad, independientemente de donde hayamos nacido. El derecho a la vida es el derecho a vivir dignamente, así como el derecho y el deber a conservar nuestra existencia. Los emigrantes y los refugiados son también sujetos de esos mismos derechos y deberes. Pero ¿cómo podrán ejercerlos cuando les excluimos y les condenamos a quedarse fuera?
Ante la gravedad y urgencia de la situación exigimos a los gobiernos de las naciones implicadas en el drama de los emigrantes y refugiados —países de origen, tránsito y destino— que asuman la responsabilidad de protección a las miles de personas que padecen esta iniquidad.

[1] Papa Francisco, Bula de Convocatoria del Año de la Misericordia (13 de marzo de 2015).

[2] Papa Francisco, Carta Apostólica Misericordiae et misera, 19 (20 de noviembre de 2016).

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